martes, 31 de octubre de 2017


En el antiguo Egipto, después de la muerte, el dios Anubis, delante de Osiris,
dios resucitado, pesaba en la balanza eterna, el corazón de aquellos que aguardaban
la vida eterna. Se colacaba en un lado de la balanza el corazón y en el otro la pluma
de la verdad, de la justicia, del orden cósmico basado en las buenas obras y
los buenos pensamientos. Siempre se ha dicho como un símbolo excelente
de la persona "tiene un corazón de oro".
Más adelante en el tiempo, Jesús, aquel carpintero de Galilea, profeta y enviado
de Dios, hace suya la idea antigua, venerable y poderosa del corazón generoso,
bondadoso, lleno de Dios. Pues se consideraba trono, centro, hogar, sede del amor.
Igualmente se pensaba y se piensa en el "mal corazón". Casa de la envidia, del odio
y de todos los males que en las personas pueden habitar. En el fondo está la idea,
la creencia fundamental de que todo reposa en el interior del Ser Humano. La luz
y la oscuridad. La vida y la muerte. También surge con fuerza la necesidad urgente
del Ser de crear dioses inmortales, habitantes del cielo y la tierra junto a nosotros.
Dioses inmortales buenos y otros malos. Es la necesidad de aliviar, de entender
los buenos y malos sentimientos, pensamientos, las obras de luz y las obras
de las tinieblas. Y siempre la enorme y compleja realidad del Ser Humano
que desea sobre todo permanecer, continuar a pesar de la muerte.
Llega la noche y los cementerios aparecen iluminados por destellos, resplandores
en busca de entregar luz a los difuntos. Ofrendas que son muy, muy antiguas,
pues se dice que no hay nada nuevo bajo el Sol y tampoco en el seno de la noche.


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