Desde niño he pensado que el Corazón de Jesús, el Corazón de Dios
es inmenso, grande, misericordioso, capaz de pecibir cada palpitación
de nuestros pequeños corazones. Capaz de sentir nuestra respiración,
nuestras emociones, sensaciones y sentimientos más íntimos.
Un Corazón ancho, más poderoso que el universo, que en realidad
no conocemos sus proporciones y que se comprende como infinito.
Desde niño he pensado en el Amor de Dios, en su inagotable Perdón
para con todos nosotros. Su Paciencia es tan grande y poderosa
que es una fuente de perdón que no cesa de manar, de brotar de la tierra
en muchas ocasiones reseca como el mismo desierto.
Ahora, cuando los años y las circustancias han dejado su profunda
huella en mi, creo que mi espíritu, mi mente, persiste en pensar
de la misma forma, pues percibo muy dentro de mi realidad personal
que Dios está siempre cercano, próximo, cálido, pendiente de todo
pensamiento que brota y asciende o desciende. Y siempre su perdón
se muestra, sin necesidad de sacerdotes ni de confesiones. Sin necesidad
de templos consagrados, ya que es el mundo un enorme templo de Dios
y no deja de escuchar nuestros ruegos y deseos de misericordia.
La templanza de Dios es tan grande, en mi humilde opinión,
que nos conoce mejor que nuestros Padres, mejor que nuestra Madre,
su deseo, su volumtad nos ha engendrado, por eso tiene un vínculo eterno
con cada uno de nosotros y jamás se olvida de sus hijos.
Jesús llegó a este mundo tan complicado y duro a revelar al Padre del Cielo,
a mostrar su resplandor, su emoción intensa por nosotros. Sabe que somos
imperfectos, delicados, débiles, frágiles en nuestra esencia humana y pienso
que su deseo era ser humano, como nosotros, para soportar el dolor, disfrutar
de la alegría, percibir el amor, la amistad, el deseo y el fracaso. Ser humano
hasta la misma muerte para vencerla desde el interior, para destruir la muerte
en su resurrección. Es Jesús y es la esperanza, el amor de Dios.
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